domingo, 16 de diciembre de 2012

LA CORRUPCION

LA CORRUPCION

VISTA DESDE UN PUNTO PSICOLOGICO


La corrupción podría definirse como una manipulación o transgresión encubierta de las normas que rigen una organización racional, con vistas a lograr un beneficio privado. Todo el mundo cree entender y entenderse cuando se habla de corrupción, pero tras el consenso existen graves malentendidos porque una de las características de la corrupción es su opacidad, su cuidado de las apariencias, su "discreto encanto". En los casos de corrupción no todo es lo que parece, ni todo lo que parece es. Veamos algunos de los que, en mi opinión, son errores típicos a la hora de abordar el problema de la corrupción.
Un primer error consiste en dejarse llevar excesivamente por la metáfora: algo que está muerto, habiendo estado vivo, se pudre, se corrompe. En este sentido, la corrupción se entiende como un grave deterioro del organismo social y es fácil caer en la ilusión de que "cualquier tiempo pasado fue mejor". En realidad, ninguna burocracia, pública o privada, ha conseguido jamás un grado absoluto de control sobre sus administrados. En términos optimistas eso significa que el hombre puede preservar un poco de libertad en cualquier organización. En términos pesimistas, significa que siempre ha habido y habrá cierto margen para los abusos o, al menos, las conductas dudosas. ¿Son los tiempos actuales más "corruptos" que los pasados? Es difícil saberlo porque la corrupción no es, por razones obvias, fácilmente cuantificable ni es necesariamente su "volumen" lo que la delata, sino factores cualitativos tales como conflictos entre élites, grado de libertad de expresión en una sociedad, etc.
La corrupción no surge tras la muerte de nada ni de nadie, es un mal endémico de toda sociedad cuyos valores consideren más importante el bien público que el privado en ciertos contextos. La esfera del bien público siempre está en tensión con la esfera del bien individual porque la lógica racional de máximo provecho individual no coincide con la lógica racional de máximo provecho colectivo. En términos amorales, que los demás respeten normas tales como pagar impuestos, no utilizar el dinero público con fines personales, ser objetivos en los criterios de selección, no aprovechar cierta información privilegiada etc., es particularmente provechoso si nosotros no las respetamos. Si nadie pagara o tratara de ser objetivo no habría nada de lo que aprovecharse; así que la tentación de obligar a los demás a cumplir la norma, en provecho de nuestra transgresión personal es muy grande. Por ello la corrupción es compañera de viaje (indeseada, por supuesto) de todos aquellos proyectos que, paradójicamente, consideran el logro del bien común como un valor irrenunciable.
Un segundo error, relacionado con el primero, es suponer que un régimen está "muerto" porque existe corrupción, y que precisa un "cirujano de hierro" que lo cure o "una revolución" que lo entierre. Con tales soluciones se sale de un terrible mal para caer en algo peor: el terror, una forma de control social basada en la brutalidad. La corrupción es mala porque, parafraseando al juez Falcone, convierte en favores los derechos del ciudadano, pero el terror es peor porque convierte en favor el mero hecho de seguir viviendo. Una sociedad sufre extraordinariamente la corrupción, pero la situación es peor si sufre un régimen de terror, y aun mas terrible si se da la conjunción entre un extremo terror y una extrema corrupción. En ese último caso, por desgracia común en muchos lugares, corrupción y brutalidad se confunden y se traducen en un estado general de postración social. Muchos atropellos que, a veces, se entienden como formas extremas de corrupción deberían en realidad considerarse como mera brutalidad: cuando un tirano expolia su país, el termino "corrupción " alude a algo demasiado "civilizado"; es más acertado explicar lo que ocurre como un ejercicio de fuerza bruta.
El contraste entre corrupción y brutalidad es muy importante para el psicólogo social y me ayudará a explicar un tercer error muy típico con respecto a la corrupción. Este tercer error consiste en suponer que la corrupción es el resultado de grupos o individuos cuyas características personales son especialmente dañinas. En la "mente popular", la metáfora de la "manzana podrida" viene aquí en ayuda de la metáfora de la corrupción.
Sin embargo, los psicólogos sociales sabemos que las características personales pueden facilitar ciertos hechos sociales pero no suelen ser determinantes. Psicólogos sociales como Farrington han demostrado, hace ya tiempo, lo que dice el refrán: todos tenemos un precio. Otros psicólogos sociales han demostrado incluso que ese precio puede ser notablemente bajo: podemos estar dispuestos a hacer atrocidades (por ej. Milgram), graves atropellos administrativos (por ej. Meeus y Raaijmakers) o incluso delitos (por ej. West, Gunn y Chernicky) gratis.
Supuesto que hay siempre personas "dispuestas" a corromperse, lo que determina la mayor incidencia de este tipo de problemas es, desde la lógica psicosocial, el tipo de situación en el que se ven inmersos los individuos. Aquí es donde la alusión a la brutalidad viene a cuento. Ervin Staub ha mostrado que las raíces del terror, en su acepción más amplia, no provienen de las características de los verdugos -siempre habrá individuos dispuestos a ser verdugos- sino de la actitud de los espectadores pasivos: si la gente, los "ciudadanos respetables" consienten, con mayor o menor simpatía, "pequeñas" agresiones (ej. agresiones entre adolescentes, agresiones simbólicas etc.) están empujando, por omisión, a los violentos hacia formas más graves de agresión, en una infernal espiral que Staub denomina "el continuo de destrucción".
Desde mi punto de vista, el mismo proceso puede aplicarse a la corrupción: si una sociedad consiente, por omisión, "pequeñas transgresiones" en su relaciones con las burocracias, está alentando el paso de la corruptela a la corrupción, en un continuo de corrupción cuyos efectos no son trágicos a corto plazo pero acaban por imponer su terrible ley. Ya sé que postular este tipo de continuos es muy impopular porque parece estar disculpando a unos pocos por el procedimiento de repartir sambenitos para todos. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que para el psicólogo social no hay culpables ni individuales ni colectivos (de señalar a los primeros ya viven jurados, jueces y fiscales; de señalar a los segundos algunos peligrosos visionarios y sus seguidores). Para un psicólogo social sólo hay circunstancias colectivas que dan lugar a hechos terribles. ¿Fueron "culpables" ciertos alemanes de ciertas atrocidades? Sin duda. ¿Favoreció la sociedad alemana de la época, por razones circunstanciales, las actividades de los anteriores? También es cierto. ¿Son "culpables" ciertos españoles de ciertos atropellos etiquetados como "corrupción"? Es más que probable. ¿Favorece la sociedad española la comisión de dichos atropellos? Es razonable pensar que sí.
De manera que, volviendo al enunciado del tercer error, adviértase que siempre hay manzanas podridas o, mejor, que cualquier manzana puede pudrirse por su propia naturaleza. Hay que "retirar" las manzanas podridas pero si no cambiamos la situación, la cesta, no adelantamos gran cosa tirando las manzanas podridas. Se pudrirán otras. Y, apurando la metáfora, notese que las "cestas" están hechas de mimbres muy finos, de situaciones cotidianas, del día a día en la interacción: ni caen del cielo ni surgen del infierno.
Y eso nos lleva a un cuarto y típico error en el que se incurre con frecuencia no sólo en el tema de la corrupción sino también con respecto a otras muchas transgresiones. ¿Qué tal si tiramos la manzana podrida a la hoguera para público escarmiento? ¿Podemos, como apuntan las medidas políticas más populares, evitar la corrupción (o el tráfico de drogas, o muchas otras cosas) incrementando las penas y los controles más o menos policiales? En el muy manido caso de la prohibición de drogas, psicólogos sociales como McCoun han señalado hasta qué punto la lógica de disuasión es insuficiente o incluso contraproducente: endurecer la ley no afecta a las condiciones en las que la transgresión se produce sino a sus consecuencias. Pero las personas no tienen un conocimiento objetivo sino una percepción subjetiva de las consecuencias de su conducta, y esa percepción depende probablemente más de su entorno social inmediato que del mayor o menor rigor de las sanciones.
Para el hombre de la calle la ignorancia de la ley sí exime de su cumplimiento. Este malentendido entre el legislador y el ciudadano complica la aplicación de sanciones ya que, a sanciones más graves, procedimientos de sanción más largos, costosos y, a la larga inviables porque existe una mayor resistencia por todas las partes (perseguidores y perseguidos) a aplicarlas. No es lo mismo, para un juez, imponer una multa que, pongamos por caso, mandar a la cárcel a un padre de familia. Y eso son las buenas noticias. Las malas es que la exasperación que produce la lentitud de los procesos sancionadores genera más corrupción o algo todavía peor: la tentación, entre las víctimas, de recurrir a la fuerza bruta sin garantías de objetividad ni racionalidad.
Por razones de espacio no puedo adentrarme más en esta galería de espejos pero tómense una copa y vean una de esas películas en las que el "bueno" acaba por tomarse la justicia por su mano, ante la inoperancia de la policía: lo que los amantes de tales personajes no comprenden es que la inoperancia que critican se deriva, paradójicamente, de una excesiva exigencia de que los mecanismos de control social descansen exclusivamente en procedimientos policiales, lo que paraliza la propia actuación de la policía y crea una notable dejación de responsabilidades en la sociedad en general.

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